Bandida se despierta cuando el sol le pica en la nuca.
Despereza el cuerpo, sacude lo que queda de la noche con un bostezo de venas carnes y ecos. Blande brazos nadando la nada, saluda a los pasajeros de un tren que ha partido envuelto en vapor gris.
Larga un chillido de cuerda de violín que espantaría a todos los pájaros de alrededor si hubiera pájaros alrededor.
Su rutina es un itinerario de caos y amor.
Prepara comidas al borde de lo comible. Prepara su paladar para una gama de sabores de adjetivos dignos de un texto de una publicidad gráfica de revista de los años cuarenta.
Disfruta caminar en los escasos metros cuadrados de su bunker atómico. Ama en silencio la lenta acumulación de polvo sobre sus reliquias: chucherías de chapa, chiches de chicos, pétalos de plástico, aliteración de objetos inútiles, descontextualizados, llevados al absurdo hasta el extremo de lo sagrado.
Bandida pasa tiempo meditando y vuelve lento el tiempo. Lo transmuta en una sustancia densa y maleable y hace con ella objetos de silencio, pesados, invisibles, bellísimos. Los colecciona y apila en estantes a su alrededor, paredes de nada, que la protegen de la soledad.
Tiempo atrás Bandida fue una enérgica saboteadora de caminos, una fugada de la normalidad. Pero antes de que se detonara la bomba que preparó su pecho, Bandida no era Bandida, y su apariencia y hábitos eran silvestres. Escuchaba las voces de todos y guiaba su vida según los designios de la incuestionable tradición. Tabú, religión, figuras de cerámica crucificadas, la lengua del silencio y el cansancio, la anulación de la risa y los signos de pregunta. Un fino hilo de tijeras bordeaba su cuello por aquel entonces.
Pero su pecho anidó al ave que la sacó de allí, a fuerza de picotazos y graznidos, cuando no encajó en el molde de la normalidad y dejando atrás su peso en lágrima, se perdió en los túneles de una madriguera.
Los días de Bandida son los capilares de una holgada cabellera. Es difícil diferenciarlos por nombres o números. Pero hoy será un día distinguible. El día de la maleta.
¿Cayó del cielo o lo escupió la tierra? El desierto donde se ubica el bunker atómico de Bandida, reserva sorpresas así, de generación espontánea, que echan una mirada de sospecha al viento, o nos empuja a imaginar un dios mago, habilidoso de las apariciones fortuitas.
En la maleta viajaba tierra, polvo, mugre, años, tiempo. Al abrirla, Bandida tosió en el idioma del encierro. Sacó de ella una serie de papeles secos y amarillentos, libros destartalados y penosos, y objetos que Bandida había olvidado para qué servían. Con fascinación observó las nuevas chucherías y con paciencia de Buda le encontró un lugar a cada una.
La maleta también la trajo a ella, o él: Giuseppe, una cabeza de maniquí que conquistó a Bandida.
En su primer encuentro, amor a primer flechazo, flechazo entre los ojos, unos vivos los otros muertos, unión de doble presa, todo fue conquista, admiración, ofuscamiento, temblor. Le puso nombre italiano, imaginó su cuerpo tocando el de ella, tocándola como a un piano de sangre.
La imaginó hermosa hermoso sin género, construida de sus deseos, arcilla de sueños sensible a su voluntad.
Le reservó un lugar de privilegió entre sus afectos y cosas, la jaula. La encerró allí, la guardó, la coronó con el encierro más amoroso.
Giuseppe, su amada, su amada cabeza, era calva, tenía los ojos delineados de rosa y los labios pintados de negro. Lucía una expresión vacía, pero intensa.
El amor de Bandida por Giuseppe fue rotundo, pegó como chicotazo y su sabor agridulce le sabía a enamoramiento.
Pasaba las horas observando la cabeza encerrada en la jaula. Pronto ya no valieron más los tesoros de tiempo y silencio ni las chucherías cubiertas de polvo. Todo era Giuseppe, él, o ella, ese ser sin género pero con la tenacidad intacta del plástico.
En la cúspide de su idolatría a Giuseppe, Bandida hurgó la maleta y buscó allí algo que valiera de tesoro para ofrendárselo. Revisó: más libros, más papeles. Un papel, una foto.
Al ver esa imagen impresa en un papel añejo, que se deshacía, Bandida quedó capturada, hechizada, un latigazo del viejo mundo. En la imagen había una novia, un novio, padres lágrimas de alegría, niños correteando congelados eternamente, pasto, casa gigante, pastel de bodas, copas, el peso de las instituciones, sonrisas de Photoshop. ¿Una publicidad? ¿Un retrato familiar? ¿Cuál sería la diferencia?
Aquella imagen transportó a Bandida a un pantanoso lugar de dudas y recuerdos, de odios y decepciones. De regreso al mundo del que escapó. Al ver la foto se sintió enferma. Vio a Giuseppe y vio la cabeza calva de un muñeco de plástico, una imagen estándar fabricada para imitar a un ser humano, un pedazo de plástico moldeado para vender ropa, un cacho de algo al que le faltaba casi todo. No un amor, sino un delirio. No un amor, la soledad.
Entonces Bandida enrojeció de furia, ardió de bronca y se deshizo en un remolino de libros y papeles. Arrojó todo lo que la maleta le había regalado, sacó a Giuseppe de su altar y lo tiró como a otro objeto indeseable. Giuseppe rodó poniendo cara de muerto.
De pronto el recuerdo ruidoso del viejo mundo entró en su cabeza como a través de un gran embudo: Bocinazos, alaridos, noticias, sirenas, choques, el concierto de todo el inútil conocimiento danzando alrededor de sus oídos.
En el súmmum de su delirio, cae.
Bandida es otro papel amarillento aplastado en el suelo. Ya no quedan ruidos en su cabeza, pero continúa acongojada. Su pecho pesa y está vacío. Sin lágrima, sin grito, se siente hueca. Su bunker la asfixia, reconoce en la piel el tacto húmedo y firme de la soledad. Escalofríos, temblores. Y de pronto… Un ruido metálico, algo que la busca picándole los oídos. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Se para, revisa, busca.
Encuentra: una radio, en la maleta.
Suena, espera que la mano pálida y huesuda de Bandida gire el tunning en búsqueda de una voz sin ruido, de una canción aliviadora, de algo más que lluvia metálica. Gira. Escucha una voz, cargada de humanidad pero que suena a maquina. Es un mensaje, un mensaje para alguien como ella. Un llamado para alguien como ella.
No estoy sola, no estaré sola. Nos dirigimos a lxs insatisfechxs y a lxs que dudan. A los descontentxs consigo mismxs, a aquellxs que sienten el peso de cientos y cientos de siglos de convencionalismos y prejuicios.
Regresa el ánimo, la vida, el color rosado a las mejillas. Sigue el mensaje tramo a tramo, toca con el sentido auditivo la textura de la voz del relator. Nos dirigimos A aquellxs que tienen sed de verdadera vida, de libertad de movimiento, de actividad real y que no encuentran alrededor más que maquillaje, conformidad y servilismo. A aquellxs que quieren conocerse más íntimamente.
Bandida dibuja un nuevo rumbo en su cabeza, imagina que a su bunker le crecen ruedas como alas. Partir, encontrar a los otros bandidos y bandidas, armar su manada, abandonar el encierro, el claustro de la soledad. Compartir su exilio, su delirio, su sabotaje al mundo normal.
Rearma su bunker con rejuvenecido ímpetu, rescata a Giuseppe, sonríe. Sabe, ahora, que no está sola, que la buscan, que son más, que pronto estarán juntas: Nos dirigimos A los inquietxs, atormentadxs, a lxs que buscan sensaciones nuevas. A lxs que no creen nada de lo que fue demostrado.